viernes, 26 de marzo de 2010

Patti Smith conoce a Robert Mapplethorpe / Just Kids / Patti Smith poesía punk

PATTI SMITH CONOCE A ROBERT MAPPLETHORPE

Jesus Died for Somebody's Sins but not Mine...



Patti Smith, la niña enfermiza que tenía alucinaciones (visiones que recogería en un diario y que serían el origen de su poesía), educada en el seno de una familia de padre ateo y madre testigo de Jehová que ha hecho que su vida y obra esté recorrida por un fuerte misticismo, una doble visión de Dios, entre lo profano y lo sagrado. En la escuela de Arte de New Jersey un profesor la introdujo en el concepto del artista criminal y le presentó a quienes serían dos grandes influencias para Patti: Jean Genet y Arthur Rimbaud, artistas fuera de la ley, vagabundos que mezclaban el arte y el pecado.

"Ya no quiero ir al cielo, si no hay arte allí".

Cambió a Dios por Rimbaud. Se fue a Nueva York a buscar al niño artista criminal tras leer Iluminaciones, y así seguir el mismo camino de ídolos suyos contemporáneos como Jim Morrison o Bob Dylan.

"No considero que escribir sea un acto silencioso, introspectivo. Es un acto físico. Cuando estoy en casa, con mi máquina de escribir, me vuelvo loca. Camino como un mono. Me humedezco. Tengo orgasmos. En vez de inyectarme heroína, me masturbo catorce veces seguidas. Tengo visiones. Naves descendiendo sobre las pirámides aztecas. Templos. Así es como escribo mi poesía".



Aunque ella misma es un icono del rock y la contracultura y está considerada la madrina del punk, antes de eso fue la mayor iconoclasta o iconógrafa del mundo. Se fue a París tras la estela de Rimbaud y Jim Morrison para descubrir qué estaba buscando. Antes de conocerlos, Bob Dylan, Mick Jagger, Keith Richards o Jean Genet ya se encontraban entre sus amigos imaginarios. Lloró la muerte de Jimmi Hendrix y Brian Jones como si fueran íntimos. Y entre sus ídolos se encontraban gente tan dispar como Andy Warhol o el presentador de TV Johnny Carson. Patti Smith lo reconoce: "Estoy envuelta en la vida de mis héroes. En mis canciones, en mi poesía. Les he dedicado poemas a Eddie Sedgwick, a Marianne Faithfull, a Frank Sinatra".
Es imposible enumerar las canciones inspiradas en sus héroes: cada una de ellas nació gracias a una musa. En este texto encontrado en Internet, Patti Smith da una fiesta, pueden leerse algunos de los grandes amigos e influencias de la cantante.



Hola, me llamo Patti Smith y tengo a mi amigo
Robert Mapplethorpe esperando fuera.
Usted no nos conoce, pero le aseguro que algún día seremos estrellas...
El único problema es que no tenemos dinero


Patti devoraba las biografías románticas sobre la vida de los artistas, y tenía ganas de encontrar a un artista joven, ser su amante y cuidarlo. Cuando llega a Nueva York trabaja en la librería Scribner de la Quinta Avenida y se sacaba un dinero extra posando desnuda para los estudiantes del Pratt Institute of Art. Allí conoció a Robert Mapplethorpe. Tenía diecinueve años y le pareció hermoso. A los pocos segundos de verse Patti ya sabía que iban a ser amigos, amantes y compañeros. Mapplethorpe estaba fascinado con esa chica delgada, mística y un poco loca, y se fueron a vivir juntos. Vivieron en la habitación 1017 del Hotel Chelsea, donde también se hospedaron otros célebres personajes de la factoría Warhol. Fue en el Hotel Chelsea donde sellaron un pacto de sangre: seguir juntos hasta que los dos fueran suficientemente fuertes como para caminar por separado.



Robert aún pintaba y Patti escribía pequeños versos en sus dibujos y collages. Fue Patti quien le animó a que hiciera sus propias fotografías, ella fue la modelo de sus primeras fotos. Patti que, emulando a sus amigos Ginsberg y Burroughs, pensaba más en la poesía aprendió de él la disciplina necesaria para llevar a cabo su trabajo. Robert presentó a Patti a sus padres y les dijo que se casarían, incluso le llegó a regalar un anillo de compromiso, pero la pareja sexualmente no funcionaba, y Patti, que lo consideraba más como una relación fraternal, había comenzado una relación con el escritor Sam Sephard. Robert le lanzó un ultimátum: "Si te alejas de mí, me haré gay". Y aunque volvieron a vivir bajo el mismo techo, ella se fue con Sam Shepard y él fue a caer en manos de su mentor y amante Sam Wagstaff.


Ya tenía dos libros de poemas publicados, cuando empezó a acompañarse en sus lecturas por el guitarrista Lenny Kaye. Sus recitales se parecían cada vez más a conciertos de rock, y así Patti va formando poco a poco su banda. Quería hacer algo parecido a lo que hicieron Jimmi Hendrix y sobre todo Jim Morrison en los 60, y que el rock de los 70 estaba perdiendo. Horses, su album debut en 1975, con la producción de John Cale, es considerado uno de los mejores discos de la historia del rock y precursor de lo que sería el movimiento punk.



La tapa del disco es una foto mítica, tomada por Robert Mapplethorpe, donde Smith no es hombre ni mujer. Ninguna mujer había llevado a ese terreno el concepto de androginia. Las estrellas de rock, si eran chicas, tenían que ser sexys. Patti adoptaba todo el ideario punk con un discurso contestatario, especialmente en lo referente a los estereotipos de género.

El disco empezaba con la canción "Gloria" y su reveladora: "Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos". La canción se mezclaba después con Gloria, de Van Morrison, que Smith cantaba desde un punto de vista masculino lo que la convertía en un himno sáfico. El tema siguiente hablaba de una mujer lesbiana que acaba suicidándose en Redondo Beach.

Radio Ethiopia, en 1976, seguía mezclando el lenguaje religioso con el rock'n'roll, mezclando visiones de rebelión adolescente con plegarias, o relatando historias de comunión espiritual con vagabundos y ladrones. Genet era su principal inspiración. Cuando estaba presentando este álbum, en Florida en enero de 1977, se cayó del escenario y se rompió dos vértebras del cuello. "Estaba haciendo mi número más intenso, Ain't it Strange, una canción donde desafío a Dios, le pido que me hable, canto: Mano de Dios, siento tu dedo, pero no me marea, soy un torbellino, pero no caigo. Y caí". Para Smith, fue un mensaje divino, una respuesta de Dios.

Este episodio es el principio de su retiro para formar una familia que duraría hasta 1996 año que se quedaría viuda de Fred Sonic y perdería a algunas de las personas más importantes de su vida. Sólo abandonó su vida monástica en 1988, cuando editó un disco de pequeña tirada, Dream of Life, grabado durante la agonía de Robert Mapplethorpe, antes que muriera de sida en 1989.

"Robert me fotografió cuando cumplí cuarenta, mientras grababa Dream of Life. Me hizo sostener una mariposa azul, el símbolo de la transformación. El invierno siguiente tomó nuestro retrato familiar en su estudio de Nueva York, la última vez que fui fotografiada por mi amigo. Poco después, Robert nos visitó cuando grabamos la canción para mi hijo, The Jackson Song. No estaba bien, y se acostó en un sofá en el estudio. Tocamos la canción dos veces. La segunda fue lo mejor que pudimos hacer... Yo miré a través del vidrio y vi a Robert, durmiendo, lleno de paz. Fred estaba parado a su lado, llorando en silencio" (tomado de los diarios de Patti Smith)

Patti también adoró a otro niño artista como Robert, Kurt Cobain, a quien sin embargo jamás conoció. En 1996 escribe la canción About a Boy pensando en él. Y en su último disco de versiones Twelve le homenajea con una versión de su canción más famosa Smells Like Teen Spirit.

SÓLO CHICOS

La leyenda estadounidense del rock & roll suele viajar acompañada por las cenizas de su amigo el fotógrafo y artista Robert Mapplethorpe, fallecido en 1989.

"En alguna parte tengo también una pequeña urna con sus cenizas, que a veces llevo conmigo en mis viajes o giras de conciertos", reveló Patti Smith en una entrevista.



La cantante ha publicado un libro autobiográfico sobre los años de la revolución hippie y sus encuentros con Janis Joplin, Jimi Hendrix y Bob Dylan, entre otros, titulado "Just Kids".

A principios del otoño de 1967, Patti Smith y Robert Mapplethorpe se sentaban juntos en un rincón de Washington Square, en Nueva York. Por aquel entonces no les conocían ni en su casa a la hora de comer -en parte porque no iban nunca- pero ya tenían unas hipnóticas pintas muy raras, sobre todo ella. Una pareja de turistas empezaron a discutir sobre ellos. La mujer quería sacarles una foto porque le parecían «artistas». El hombre dijo que no eran más que unos chicos («just kids»). «Just Kids» es el título de las memorias que Patti Smith acaba de dar a la imprenta.

«The New York Times» saluda la novedad editorial como un monumento a la inocencia. No sólo a la de Smith y Mapplethorpe sino a la de toda una generación que aprendió a pedir lo imposible y a imaginar lo maravilloso -o lo terrible, tanto da- de la mano de esa bandada de artistas que a finales de los 60 aterrizaron en el Village neoyorquino y cuyas voces aún resuenan profundamente en la contracultura. O sin contra.



En 1967 la poeta y cantante Patti Smith era una veinteañera que había decidido probar suerte en Nueva York. No tenía donde dormir y pasaba hambre, le gustaba leer y escribía. Aún no exploraba en la música y desconocía que llegaría a ser figura central en el ambiente underground y la escena punk que se gestaba en la ciudad. Robert Mapplethorpe había dejado sus estudios de arte, pero tenía la voluntad férrea de abrise camino con sus dibujos y pinturas a costa de lo que fuera. Pronto una Polaroid iba a caer en sus manos y finalmente lograría la consagración artística como fotógrafo. Aquel verano eran un par de jóvenes que se encontraron y forjaron un camino de amor, creación y apoyo mutuo. Con el libro Just kids, del que Laberinto adelanta dos fragmentos, Smith cumple la promesa que le hizo alguna vez a su inolvidable compañero de ruta, que murió de sida en 1989, de contar la historia de su amistad.


La ciudad ardía, pero aún llevaba mi impermeable. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restorán italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de tweed de un cliente fui liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a lograrlo como camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.

Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entender, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.

Había vivido en el mundo de mis libros, escritos en gran parte en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me roía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba la necesidad de comer. Aun Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.

Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en uptown. Habría preferido la sección de poesía que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho de dos placas metálicas ligadas con grueso hilo negro y plata, como un escapulario muy antiguo y exótico. Valía dieciocho dólares, lo que parecía mucho dinero. Cuando las cosas estaban calmadas lo sacaba de su caja y delineaba la caligrafía grabada en su superficie violeta, fantaseando acerca de sus orígenes.



Poco después de que empecé a trabajar ahí, [un] chico que había conocido brevemente en Brooklyn vino a la tienda. Se veía distinto de camisa blanca y corbata, como un estudiante de colegio católico. Dijo que trabajaba en el Bretano’s del downtown y que tenía un crédito que quería usar. Tomó mucho tiempo mirando todo, los abalorios, las pequeñas figuras, los anillos de turquesa.

Finalmente dijo “quiero éste”. Era el collar persa.

“Es mi favorito también”, le respondí. “Me recuerda a un escapulario”.

“¿Eres católica?”, preguntó.

“No, sólo me gustan los objetos católicos”.

“Yo fui monaguillo”, rió. “Me encantaba mecer el incensario”.

Estaba feliz de que hubiera elegido la misma pieza que yo, aunque triste por verla partir. Cuando la envolví y se la pasé, le dije impulsivamente “no se la des a ninguna chica, sólo a mí”.

Me sentí avergonzada, pero él sonrió y dijo “no lo haré”.


Smith en el festival Provinssirock. Finlandia, 2007. Foto: Beni Köhler
Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del simple misterio del collar persa.

Al final de mi primera semana sentía mucha hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. En la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de maní en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me choqueó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fui al baño a llorar.

De regreso en la caja, vi a un tipo al acecho, observándome. Tenía barba y llevaba una camiseta a rayas y una de esas casacas con parches de gamuza en los codos. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Aunque yo tenía veinte años, la advertencia de mi madre de no salir con extraños resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de una cena la debilitó y acepté. Esperaba que todo estaría bien si el tipo era escritor, aunque parecía más un actor jugando al escritor.

Caminamos calle abajo hasta un restorán en la base del Empire State. Nunca había comido en un buen lugar en Nueva York. Traté de pedir algo que no fuera tan caro y elegí pescado a $5.95, lo más barato en el menú. Todavía puedo ver a la mesera poniendo el plato ante mí con una gran ración de puré de papas y un pedazo de pescado recocido. Aunque me estaba muriendo de hambre, fue difícil disfrutarlo. Me sentí incómoda y no sabía cómo manejar la situación ni por qué él quería comer conmigo. Parecía como si estuviera gastando un montón de dinero en mí y me preocupaba qué es lo que podía esperar a cambio.

Después de cenar nos fuimos caminando a downtown. Enfilamos al este hacia el parque Tompkins Square y nos sentamos en una banca. Estaba conjurando unas líneas para el escape cuando sugirió ir a su apartamento por un trago. Este era, pensé, el momento crucial que mi madre me había advertido. Miré alrededor desesperadamente, incapaz de responder, hasta que vi acercarse a un hombre joven. Fue como si un pequeño portal del futuro se abriera; de ahí salió el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como respuesta al ruego de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas arqueadas al andar y sus rizos alborotados. Iba con overol y una chaqueta de piel de oveja. Del cuello le colgaban collares de cuentas; un pastor de ovejas hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo.



“Hola, ¿me recuerdas?”

“Claro”, sonrió.

“Necesito ayuda”, le dije. “¿Puedes hacer como que eres mi novio?”

“Seguro”, dijo, como si no lo sorprendiera mi aparición repentina.

Lo arrastré hacia el tipo de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije sin aliento. “Me estaba buscando. Es un loco. Quiere que vaya a casa con él ahora”. El tipo nos miró ridículamente.

“Corre”, grité, el chico agarró mi mano y salimos a través del parque hacia el otro lado.

Sofocados, nos desplomamos en la entrada de una casa. “Gracias, salvaste mi vida”, dije. Aceptó la noticia con expresión de desconcierto.

“No te he dicho mi nombre, es Patti”.

“Me llamo Bob”.

“Bob”, dije mirándolo realmente por primera vez. “De alguna manera no me pareces un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?”

El sol se había puesto en la Avenida B. Tomó mi mano y vagamos por el East Village. Me compró una crema de huevo en el Gem Spa, en la esquina de St. Mark’s y Segunda Avenida. Hablé casi todo el tiempo. Él sólo sonreía y escuchaba. Le conté historias de infancia, la primera de muchas: Stephanie, el campo, y el salón de baile cruzando la carretera camino. Me sorprendí cómoda y abierta con él. Después me dijo que estaba en un viaje de ácido.

Sólo había leído del LSD en un pequeño libro llamado Collages de Anaïs Nin. No estaba al tanto de la cultura de drogas que florecía en el verano del 67. Tenía una visión romántica de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas para los poetas, los músicos de jazz, y los rituales indígenas. Robert no parecía alterado o extraño, como yo podría haber imaginado. Irradiaba un dulce y malicioso encanto, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi al mismo tiempo, confesamos que ninguno tenía donde ir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados.

“Creo que sé donde podemos quedarnos”, dijo. Su último compañero de casa estaba fuera de la ciudad. “Sé donde esconde la llave; no creo que le importe”.

Tomamos el metro hacia Brooklyn. Su amigo vivía en Waverly, cerca del campus universitario de Pratt. Nos metimos en un callejón donde encontró la llave debajo de un ladrillo suelto y entramos al apartamento.

Nos intimidamos al entrar, no tanto por estar solos, sino porque era el lugar de otro. Robert se preocupó de hacerme sentir cómoda y entonces, sin importar lo tarde que era, me preguntó si quería ver su trabajo guardado en el cuarto de atrás.

Robert lo extendió en el piso. Había dibujos y grabados; desenrolló pinturas que me recordaron a Richard Pousette-Dart y Henri Michaux. Energías múltiples irradiaban a través de palabras entretejidas y líneas caligráficas. Campos de energía construidos con capas de palabras. Pinturas y dibujos que parecían brotar del subconsciente.

Había una serie de discos entrelazando las palabras Ego Amor Dios, combinadas con su propio nombre; parecían desvanecerse y expandirse sobre las superficies planas. Mientras los veía, me sentí impulsada a contarle sobre las noches de mi niñez mirando figuras circulares que irradiaban del techo.

Abrió un libro de arte tántrico.

“¿Cómo esto?”, preguntó.

“Sí”.



Reconocí asombrada los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.

Me conmovió especialmente el dibujo que había hecho el día de los soldados caídos. Nunca había visto algo parecido. Lo que también me impactó fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día yo había prometido ante su estatua hacer algo de mí misma.

Se lo dije, y respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, sellado el mismo día. Me lo regaló sin dudar y comprendí que en ese breve espacio de tiempo habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos reemplazado por confianza.

Miramos libros de dadá y el surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin hablar absorbimos los pensamientos mutuos y recién al amanecer nos dormimos uno en los brazos del otro. Cuando despertamos me saludó con su sonrisa torcida y supe que era mi caballero.

Como si fuera lo más natural del mundo seguimos juntos, no dejándonos más que para ir al trabajo. Nada se habló; sólo fue comprensión recíproca.

Las siguientes semanas dependimos de la generosidad de los amigos de Robert para el alojamiento, particularmente de Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo apartamento en Avenida Waverly habíamos pasado la primera noche. La nuestra era una habitación en el ático con un colchón, los dibujos de Robert clavados a la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón, y yo sólo con mi maleta a cuadros. Estoy cierta que no era menor carga para esta pareja albergarnos, teníamos precarios recursos y yo era socialmente torpe. Por las noches teníamos la suerte de compartir la mesa de los Kennedy. Juntábamos dinero, cada centavo destinado a tener nuestro propio lugar. Trabajé largas horas en Brentano’s saltándome los almuerzos. Hice amistad con otra empleada llamada Frances Finley. Era deliciosamente excéntrica y discreta. Deduciendo mi situación, me dejaba recipientes con sopa casera en la mesa del baño de empleados. Este pequeño gesto me fortaleció y selló una amistad duradera. […]

Cuando logramos juntar dinero suficiente, Robert buscó un lugar para que viviéramos.



Viva irrumpió en el vestíbulo con un aire de Garbo inaccesible, tratando de intimidar al señor Bard para que no le preguntara por la renta. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron en forma separada, cada una con la impresión de una misión delicada. Jonas Mekas, con su cámara y su sonrisa siempre presentes, disparó hacia los oscuros rincones de vida que rodeaban al Chelsea. Me paré ahí sujetando un cuervo negro disecado que había comprado por casi nada en el Museo del Indígena Americano. Pensé que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de Lugar solitario. Estaba pensando en el mágico portal que era este vestíbulo cuando la puerta de vidrio se abrió como barrida por el viento y una figura familiar con capa negra y escarlata entró. Era Salvador Dalí. Miró nerviosamente alrededor, y entonces, viendo mi cuervo, sonrió. Puso su elegante y huesuda mano en mi cabeza y dijo: “Eres como un cuervo, un cuervo gótico”.

“Bueno”, le dije a Raymond, “otro día más en el Chelsea”.

A mediados de enero conocimos a Steve Paul, el manager de Johnny Winter. Steve era un empresario carismático que había aportado a los 60 uno de los grandes clubes de rock de Nueva York, el Scene. Situado en una calle lateral cerca de Times Square, se convirtió en lugar de reunión de músicos de visita y de tocadas improvisadas a altas horas. Vestido en terciopelo azul y perpetuamente perplejo, tenía un poco de Oscar Wilde, un poco del gato de Cheshire. Negociaba un contrato de grabación para Johnny, y lo había instalado en un par de habitaciones en el Chelsea.

Todos irrumpíamos en las noches en el Quijote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, quedé intrigada por su inteligencia y su apreciación instintiva del arte. Era abierto en la conversación y benevólamente extraño. Nos invitaron a verlo al Fillmore East, yo nunca había visto a un artista interactuar con su público con tal completa seguridad. Era intrépido y alegremente controversial, girando como un devoto en éxtasis acechaba sobre el escenario meneando el velo de su cabellera blanca y pura. Rápido y fluido en la guitarra, paralizaba a la multitud con sus ojos desalineados y la sonrisa juguetonamente demoniaca.



El día de la marmota fuimos a una pequeña fiesta para Johnny en el hotel, en celebración de su contrato con Columbia Records. Pasamos casi toda la noche charlando con Johnny y Steve Paul. A Johhny le gustaban los collares de Robert y ofreció comprarle uno; también le pidió que le diseñara una capa negra de visillo.

Sentada, noté que me sentía físicamente inestable, maleable como si fuera de arcilla. Nadie parecía advertir que yo hubiera cambiado. El cabello de Johnny se doblaba como dos grandes orejas blancas. Steve Paul, en su terciopelo azul, estaba recostado sobre un montón de almohadas, fumando un cigarro de marihuana tras otro en cámara lenta, contrastando con la errática presencia de Matthew entrando y saliendo de la habitación. Me sentí tan profundamente alterada que huí a encerrarme en nuestro viejo baño compartido en el décimo piso.


No estaba segura de qué podía sucederme. Mi experiencia reflejaba muy estrechamente la escena de “cómeme, bébeme” de Alicia en el país de las maravillas. Traté de contactarme con su reacción comedida y curiosa hacia su propia experiencia psicodélica. Razoné que alguien debía haberme administrado algún alucinógeno. No había tomado ninguna droga antes y mi conocimiento se limitaba a la observación de Robert o a la lectura de las visiones autoinducidas por la droga de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. No quería que nadie me viera cambiar de tamaño, aunque eso sólo ocurriera en mi mente.

Robert, muy subido también, recorrió el hotel hasta encontrarme, se sentó afuera de la puerta hablando, ayudándome a encontrar el camino de regreso.



Finalmente abrí la puerta. Dimos una caminata y volvimos a la seguridad de nuestra habitación. Al día siguiente nos quedamos en cama. Me levanté con un look dramático: gafas negras e impermeable. Robert fue muy considerado al no burlarse, sobre todo por el impermeable.

Fue un hermoso día que culminó en una noche de pasión inusual. Escribí alegremente en mi diario acerca de esa noche, agregando un pequeño corazón como una chica adolescente.

Es difícil expresar la velocidad con que nuestras vidas cambiaron en los meses siguientes. Nunca habíamos estado tan cerca, pero nuestra felicidad pronto se nublaría por la ansiedad de Robert con el dinero.

No podía encontrar trabajo. Le preocupaba no poder mantener dos lugares. Hacía continuamente la ronda por las galerías regresando frustrado y desmoralizado. “Ellos no miran el trabajo para nada”, reclamaba. “Me toman el pelo tratando de ligar. Prefiero cavar zanjas que dormir con esa gente”.

Fue a una oficina de empleos a buscar trabajo part-time, pero no salió nada. Aunque a veces vendía un collar, irrumpir en el mercado de la moda era lento. Robert se deprimía cada vez más por el dinero, y por el que recayera en mí obtenerlo. En parte fue el estrés por nuestra situación financiera lo que lo hizo volver a la idea de prostituirse.



La primera vez que Patti vio a Robert él estaba dormido en una cama con el sol ya alto. Le pareció bellísimo y semejante a un «pastor hippy».
En nada eran inseparables. Se acostaban juntos e iban juntos a los museos cuando sólo podían pagar una entrada: uno se quedaba esperando en la calle a que el otro entrara, viera la exposición y luego le contara. Lo mismo con los perritos calientes. Se compraban uno para los dos.En el libro hay escenas que, como sugiere la crítica, recuerdan a Hansel y Gretel: Patti y Robert compartiendo láminas de papel y lápices de colores y pintando juntos hasta las tantas de la noche, hasta la extenuación del cuerpo o de la fantasía.

Tarde o temprano hubo que vivir la vida, claro. Cada uno siguió su camino. Ella devino una gran rockera de fascinante vida durísima, que incluyó enviudar del único hombre que fue capaz de darle paz, y recluirse al fondo de la América profunda para soportarlo. Apenas hace unos pocos años que renació de estas sus cenizas.
Mapplethorpe revolucionó la fotografía, el orgullo gay y casi la expresión visual del sadomaso, en una evolución artística que la misma Patti Smith dice que no entiende -aunque la admira- dada su «brutalidad».

PATTI SMITH: LA POESíA DEL PUNK



“life is an adventure of our own design, intersected by fate and a series of lucky and unlucky accidents”

Patti Smith

Patti Smith es habitualmente apodada “la madrina del Punk”; es famosa por su apariencia y comportamiento andrógino, por la canción Because the night de 1978, y por ser una de las influencias femeninas más grandes que el rock ha atesorado. Pero ante todo, Patricia Lee Smith (30 diciembre 1946) es una poeta formal. Desde adolescente descubre Les Illuminations de Arthur Rimbaud, libro que roba y guarda bajo el vestido porque algo en esos ojos azules la llamaron. Tiempo después de terminar sus estudios secundarios, comienza a trabajar en la fábrica Moneywell, en su pueblo natal Deptford, New Jersey; ahí Smith todavía esconde a Rimbaud bajo el uniforme. En su tiempo libre es asidua a la escena del rock local y a la lectura de los poetas Beat que se encontraban en el cenit de la literatura contracultural. A los veintiún años toma un autobús a Nueva York con la fija convicción de que sería una artista famosa. Comienza a trabajar como articulista del rock para las revistas Rolling Stone y Creem, y lleva a la par su trabajo literario. Inicia su integración en la escena poética neoyorquina con la clara influencia de autores como Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, pero a diferencia de los que estáticos, leían su obra, Smith hacía un performance de los recitales: movía todo el cuerpo sacudiendo su cabello y sus manos; declamando con un ritmo inigualable, flamante. Fue en 1974 cuando el guitarrista Lenny Kaye trabaja con Smith y acompaña su poesía con acordes de guitarra eléctrica. Este mismo año, Smith conoce a William Burroughs con quien construiría longeva amistad, y a quien le confiesa, en una entrevista realizada por el poeta en 1979, sus sentimientos por una juventud estancada en sus formas artísticas luego de haber vivido los años de los Rolling Stones y de Bob Dylan: “Sentí que era importante para algunos de nosotros que teníamos un montón de fuerza acumulada iniciar una nueva energía” declara.



Es entonces que Smith forma Patti Smith Group y en 1975 sale al mercado su primer álbum, Horses, una obra emblemática que indudablemente contenía algo fresco y que, junto con el banda Television, sería el comienzo de un nuevo estilo musical en Nueva York: el punk. Las composiciones de Smith están basadas en la estructura de tres acordes, como lo hace el jazz, en las que predomina la lírica ante la melodía.



Así, su música siempre ha estado caracterizada por su letra prosística, apurada, cáustica. Smith comenzaba a ser la proa musical de la juventud estadounidense, sin embargo nunca prepondera la fama y su vida como rockstar, ante la seriedad de su trabajo poético, como bien lo expresó en su charla con Burroughs: “Inicialmente, todo lo que quería de la vida era comunicarme conmigo misma, pero más que nada, ser capaz de comunicarme honestamente con otra persona, totalmente... totalmente. Telepáticamente, o lo que sea. No tengo deseos de ser como alguna estrella de cine y dejar una hilera de maridos detrás mío, ¿sabes? No quiero llenar de mierda a la gente, y no quiero tampoco que me llenen de mierda. No me gusta un tipo de adoración abstracto, tipo vaca sagrada, sin razón alguna. Pero he dicho a menudo, y todavía, encuentro que es el mejor modo de describirlo; es como un muy extático, (un) tipo de vampirismo mutuo el que tienes que tener con la gente” (se refiere a la fama).

Smith ha sido a lo largo de su vida una artista multidisciplinaría: pintora, performer, cantante, poeta. Se le conoce principalmente por su obra musical, sin embargo, es mucho más extensa su obra literaria. En 1972 Telegraph Books publica su primer libro Seventh Heaven, en el cual Smith aborda temáticas en boga e incluye a personajes femeninos como sus musas: Edie Sedgwick, Marianne Faithfull, Marilyn Millar, Amelia Earhart, Betty Bup. Esta constante exploración en referencias intertextuales estará irrigada por su extensa obra poética. Rimbaud, Debbie Dense, Georgia O'Keeffe y Picasso, son algunos de los personajes que inspiran a Smith para su segunda publicación en 1973 Witt.

En 1978 publica su cuarta obra poética, Babel, uno de los libros más emblemáticos de la artista pues en él recopila sus mejores poemas, fotografías y dibujos. Dicho libro se tradujo al castellano por Anagrama en 1979, en la colección Contraseñas y en el 2004, en Compactos. Babel también nos permite apreciar que el espíritu musical de Smith está siempre presente, en una combinación de luces escénicas y beats de jazz que teclean en la fórmula heredada de Jack Kerouac, la Spontaneous Bop Prosody. En el libro continúan las referencias de la época como Sister Morphine, canción que compone Marianne Faithfull y que los Rolling Stones llevarán a su mayor exposición. Encontramos otro poema: The Salvation of Rock, en el que Smith escribe “como la escultura, el rock es el cuerpo sólido de un sueño. Es una ecuación de voluntad y visión.” La poesía de Smith se caracteriza por el uso abundante anáforas, reduplicaciones y polisíndeton, heredados de la poesía Beat.



A continuación cito un fragmento del poema Violación del libro Babel de 1978:

“oh no llores. vamos levántate. bailemos en la hierba cortemos una alfombra saltemos la comba. bájate esas pequeñas medias blancas. fluyamos de la mano. ven, esto es un concurso de baile. bajo las estrellas, hagamos alicia en la hierba.balanceémonos betty bup hupjuguemos a pájaros demos paseoshagamos rock hagamos rollhagamos barbas de ballena vayámonosdesodoricemos la noche.”

“Prosa” que a veces se acerca a la narrativa y nos cuenta sus experiencias; otras veces alude a imágenes surrealistas, con un constante impulso místico. Su obra, al igual que la artista, es multiforme e incluyente; tiene publicaciones como el libro Patti Smith Complete de 1998, en el que recopila las mejores letras de sus canciones; otro libro es Strange Messenger que publica Warhol Museum en 2003, y exhibe las obras pictóricas de Smith.



Una excelente cooperación ha sido la de Kevin Shields (My Bloody Valentine) con Smith, en dos performances realizados en 2005 y 2006, en los que la poeta declama parte de su libro The Coral Sea, de 1996 y que acompaña de los arreglos electro acústicos de Shields. Otro proyecto sumamente interesante es el tributo a Allen Ginsberg realizado por Smith y el pianista y compositor Phillip Glass, ambos amigos del poeta de la generación Beat (http://www.dailymotion.com/video/x7dvbn_patti-smith-and-philip-glass-allen_music).A la fecha Smith publica obra poética (Land 250 y Trois en 2008), y continúa en la búsqueda de nuevas plataformas y reciprocidades en otros mundos artísticos. Patti Smith es por demás una leyenda en vida que aún tiene mucho por cantar, mientras escribe.

LINKS:
http://www.pattismith.net/
http://www.mapplethorpe.org/
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